Relatos Eróticos Sexo con maduras
Rosana, la dueña de los labios sensuales | Relatos Eróticos de Sexo con maduras
Publicado por Anónimo el 30/11/-0001
Después de un largo tiempo de ausencia (teórica, ya que solo me dedique a leer relatos), he decidido reaparecer. Por si ya no me recuerdan, soy El Negro. La historia que hoy me ocupa tiene por protagonista principal a una dama cuyos datos trataré de “ventilar” hasta un límite permitido.
Rosana, la fémina en cuestión, encaja perfectamente con mis predilecciones. Tiene la dosis justa de madurez y experiencia, además de los atributos que la Madre Naturaleza ha distribuido de manera más exacta que pueda uno imaginar. Pechos redondos, firmes y tentadores, coronados por una cúspide que mezcla tonalidades de rosa intenso con un marrón incipiente. Cintura justa, de medidas proporcionadas; y un bello trasero que se moldea a las manos de un tallador eximio. Finalmente, su cabellera que cambia de color (entre el rubio y el negro intenso) dependiendo de sus estados de animo, brindan un marco ideal a un par de labios por demás apetecible. Descripta la dama, pasamos al relato.
Nos conocemos, chat mediante, desde hace ya casi 7 años. Las distancias que median entre su ciudad y la mía nos han hecho más cómplices de charlas prolongadas que de largas sesiones de sexo brutal. Se diría que nos conocemos tanto, que hasta en el tipeo de nuestras charlas solemos descubrir nuestros estados de animo. Hasta este punto, nada hace presagiar lo que viene.
Desde hace unos meses a esta parte, nuestras conversaciones rozan cada vez más la algidez del tema sexual. Quizá nuestras interminables sesiones de chat hayan despertado algo que creíamos dormido y descartado. Su medianamente reciente separación y mis continuos estadíos de excitación comenzaron a tornar nuestra relación en algo cada vez más caliente e intimo. Así pues, una de las tantas noches de charla por MSN, dejó al descubierto nuestros sentimientos y la inquietud de ambos por encontrarnos y consumar aquello que tantas veces nos prometimos. La declaración mutua de necesidad de uno por el otro llegó como de improviso, tanto como mi viaje a la Capital.
“Tengo una sorpresa para darte, pero para consumarla necesito tu teléfono” me despaché aquel miércoles por la noche. “Ok, te paso el celular y el fijo, pero contadme, ¿cuál es la sorpresa?” Respondió mientras pasaba ambos números. “Si te cuento, ¿qué clase de sorpresa sería?” repliqué casi de inmediato. Unas cuantas carcajadas marcadas claramente en color rojo aparecieron en mi pantalla y la confirmación de que estaba en lo cierto. Solo le aclaré que estaba muy próximo mi viaje a la Capital y con ello nuestro anhelado encuentro. Se reiteraron las promesas de una noche excesivamente caliente, cosa que aproveché para indagar en sus preferencias, fantasías y todo aquello que me mostrase que tipo de mujer encontraría en el lecho, pues era demasiado claro que demoraríamos mucho más en encontrarnos que en tener una batalla más que tibia y sudorosa entre las sábanas.
Lo que se había iniciado como una charla normal, era sin dudas el método más vil de interrogatorio. Minuto a minuto, profundizaba más en el tipeo de frases excitantes y sonsacaba cada secreto que albergaba aquella mujer que se deshacía en dichos y frases que ponían mi imaginación más cerca de su piel cálida y perfumada. Jugándome al máximo pregunté: “estas sola frente a la PC?”. Un “Sip” me dejó totalmente libre el campo para medir que tanto la excitaban los juegos, computadora mediante. Encendí la webcam y la invité a participar de una charla acompañada de imágenes. El aceptar de su parte, no me devolvió su imagen en vivo, tan solo una fotografía en tanto que ella demostró claramente que estaba viendo mi imagen en su monitor. “Ahhh nooooo!!! Así no vale!! Vos me ves y yo solo puedo imaginarte?” dije en tono de reproche. Su explicación sonó convincente, una falla en la configuración me impedía verla. De conectar su cámara la conexión se cortaría y con ello la parte más picante de la conversación pasaría al olvido. Me desplacé unos centímetros decidí mostrarle mi imagen con cuentagotas. En tanto, mi imaginación se estaba transformando en una caldera a punto de estallar. “Estoy tendida sobre mi cama, hace mucho calor aquí y la ropa se pega demasiado a la piel, por eso llevo puesto un camisón muy liviano y nada debajo” comentó. Cuando leí esto, me despojé de mi camisa (pese al frió proveniente de la ventana mojada por la lluvia) y utilizando el mejor tono de voz posible le dije: “Ya me quité la camisa, solo queda el boxer negro” he hice aparecer frente a la cámara mi brazo derecho y en su extremo el jean que me había sacado un rato antes. “No vayas a aparecer desnudo” dijo casi en tono de súplica. Reí y le mostré mi pierna desprovista de ropas.
Tecleó algunas palabras entremezclada con insultos y aseveró “Si llego a notar que estás sin nada de ropas, corto automáticamente” Traté de calmar la situación, volví a aparecer sentado dejando que solo se viera mi torso desnudo. El resto de mi cuerpo estaba igualmente desprovisto de toda indumentaria, pero no podía verlo. Pareció tranquilizarse y retomó la charla, cada vez más audaz y picante. Así permanecimos por más de dos horas, prodigándonos todo tipo de besos, caricias y mimos cibernéticos. Cuando nuestros ojos enrojecidos ya no soportaban un solo rayo más proveniente del monitor, nos despedimos con millones de besos calientes, prohibidos y jurando llevarlos a la realidad en cuanto estuviésemos frente a frente. Me paré sin notar que había olvidado cortar la conexión y estoy seguro que alcanzó a ver el bulto que había provocado en mi entrepierna con sus dichos. Lo que ella no imaginaba era lo que estaba por suceder.
Recuerdo que cuando corté la conexión faltaban tan solo 40 minutos para que partiese el micro que me llevaría a su ciudad. Volví a vestirme tan rápido como pude. Tomé en mis manos aquel papel donde había escrito sus números telefónicos y tomando mi bolso de viaje, me dirigí a la puerta de salida. Atrás quedaba mi baño sin tomar, el perfume sin ser aplicado y algún que otro detalle perdido en el olvido. Apenas logré llegar a tiempo para retirar el pasaje y colarme tan rápido como me fue posible en el asiento asignado. La noche transcurrió en viaje, en mis sueños reiteraba toda la charla mantenida y dejaba en libertad ala imaginación. Los primeros rayos de luz me hicieron despertar, el paisaje había cambiado; ya no había oscuridad nocturna, tan solo imágenes de cemento por entre las cuales se filtraban los reflejos de un amanecer nublado. Siete horas de viaje y fantasías soñadas llegaban a su fin, con ellos la realidad me devolvía la ansiedad por encontrar a Rosana y plasmar en su cuerpo todas las ilusiones que noche tras noche se fueron tejiendo en mi mente. En cuanto descendí del micro, me dirigí a los baños de la estación para tratar de acomodarme un poco. Mi aspecto era lamentable, cara de dormido, ropa desaliñada y la cabellera asemejando un nido recién moldeado. “Estoy como para que hubiese venido a esperarme, si me hubiera visto así trata de pasar desapercibida y desaparece de mi vista y mi vida” pensé mientras trataba de recomponer mi imagen.
Tomé mi bolso y me dispuse a caminar rumbo a la salida. El papel en que había escrito sus números telefónicos quemaba mis bolsillos, al extremo de tentarme a llamarla desde la misma terminal. Unos segundos de reflexión y una mirada al reloj me indicaba que no era lo más aconsejable. Las 7:30 de la mañana no es un buen horario para despertar a alguien y menos tratando de hacerle entender que quien anoche le enviaba besos y caricias, estaba allí a solo 15 minutos de su casa. Marché rumbo a un hotel, sabiendo que debería elaborar una muy buena excusa para que el conserje de turno aceptara que si bien llegaba solo, me encontraría con mi esposa en Capital y que (sin duda) pasaríamos la noche juntos. No sonaba muy convincente mi historia, pero cuando un billete apareció sobre el mostrador, el conserje asentó en la lista de pasajeros “Sr. y Sra. Sallago”. La habitación 315, matrimonial y al final del pasillo me esperaba. La ubicación, sin vecinos al menos por el momento, daba un aspecto de calma total. Ducha caliente, ropa cómoda y un rato de reposo sobre el mullido lecho, me dejaron en condiciones para salir en busca del tesoro ansiado. Recorrí la zona de Madero, observando lugares y planificando el paseo de la tarde junto a ella. Un buen lugar para cenar, con sectores reservados y alejados de miradas indiscretas.
Finalmente, el momento apropiado se acercaba. Ingresé a un cibercafé, solicité una cabina y me senté frente al ordenador. Habilité mis mensajeros, revisé las casillas de correo electrónico como cada mañana y tras ello comencé la búsqueda de su nick en estado habilitado. Un “buenos días mi loba” fueron las primeras palabras. “Hola amore, ¿qué haces tan temprano conectado? Seguro que tus jefas no están cerca y aprovechas” respondió. “Sip, tenéis razón no están para nada cerca. Tengo todas las libertades posibles para charlar con vos. ¿Amaneciste bien? ¿Estás disfrutando de la lloviznita metida en la camita?” comenté, dando una pequeña pista de que estábamos muy cerca el uno del otro. “Si, no me sacan ni queriendo de cama. Es un día horrible, ... pero... ¿cómo sabes que esta lloviznando? ¿Sos brujo?” dijo con tono de extrañeza “No, lo que pasa es que me mojé un poquito mientras caminaba y obviamente me metí en el primer ciber que encontré” agregué. “¿Estás acá? No hagas chistes, dijiste que tenías que levantarte temprano anoche y que estarías toda la mañana haciendo trámites” replicó. “y es muy cierto, ya los he concluido. Llegué a las 7 de la mañana, busqué donde hospedarme, me dí un baño, recorrí algunos lugares y ya estoy libre para ir a buscarte. ¿Me das tu dirección?” despaché a modo de confesión. Se hizo un silencio, largo, interminable. “Toma nota” tipeó, para luego agregar la dirección. Efectivamente estábamos cerca, quizá unos 10 minutos nos separaban. “Ok, en media hora estoy por ahí. Llevo las facturas, vos prepará el mate. Corto y voy para allá” concluí. Nuevamente un silencio, ahora más corto. “A ver, son las 10:20. Si a las 10:50 u 11:00 como máximo no estás acá, juro que no te hablo nunca más” sentenció. “Acepto la propuesta, nos vemos en un ratito. Un besito. Bye” dije, para luego cortar la comunicación.
Dejé la cabina, pagué el consumo y compré además una tarjeta para mi teléfono móvil. Salí del local y tras la peripecia de cruzar una avenida en Buenos Aires a las diez y media de la mañana, ingresé a la confitería que se hallaba en la vereda opuesta a comprar lo prometido. Paré un taxi, di la dirección y le recomendé al chofer me dejase en el lugar lo antes posible. El muchacho que se hallaba al volante, cumplió eficientemente, ya que a las 10:50 estaba en la acera de enfrente a aquel edificio. Consulté al portero por el departamento de Rosi. Recibí las indicaciones y me trepé al ascensor. Mientras tanto, marcaba su número en mi móvil y despachaba una llamada. Escuché un “hola” dubitativo, “¿me estas esperando? Mira que ya llego...” aseguré. “Basta de chistes Ale, ¿o crees que te imagino llegando a mi puerta?” dijo en tono bastante agresivo. El ascensor se detuvo y la puerta se abrió, “Dale, abridme que vengo con las manos ocupadas, no voy a poder tocar timbre” dije mientras soltaba una carcajada. Evidentemente mi risa fue muy fuerte, porque al cabo de unos segundos se entreabrió la puerta de un departamento y alguien espió, para cerrar nuevamente. Volvió al teléfono y profirió un insulto. “Sos un desgraciado, estás en la puerta del departamento!!!” alcancé a oír (mitad por el teléfono y otra mitad en vivo). Cortó la comunicación y escondiéndose detrás de la puerta, dejando ver solo su cara, abrió la puerta nuevamente. Ahí estaba yo, con el paquete en una mano, el teléfono móvil en la otra y una sonrisa muy amplia que demostraba que la carcajada número dos se me atragantaba...
Pedí permiso y entré al lugar. La puerta se cerró a mis espaldas, giré y la ví. Evidentemente, no me había creído. Un desabillé bastante liviano, el cabello revuelto y una cara que denotaba la somnolencia era el aspecto de mi anfitriona. Se acercó, me abrazó fuerte y me estampó un beso. “Amore!!!, qué sorpresa, pensé que me estabas haciendo otra de tu bromas” me decía al oído, mientras yo trataba de dejar en algún lugar las cosas que llevaba en las manos para poder retribuirle el abrazo. Lo notó, tomó el paquete y lo colocó en una mesita en el living al tiempo que colocaba mi celular en un bolsillo. Como si fuera un acto reflejo, nos giramos nuevamente y quedamos enfrentados. Ahora si, el abrazo era mutuo, muy apretado. Retiré con mis manos sus cabellos y quedamos cara a cara. “Mi loba” murmuré, a lo que respondió “Amore” y nos dimos nuestro primer beso, torpe, cortito, casi un choque de labios. Froté mis manos por su espalda, mientras la miraba a los ojos; se aferró a mi cintura. Pude sentir su perfume y notar el calor de su piel que contrastaba con el frío de mi cuerpo, producto de la llovizna que me había castigado.
Tras un minuto, quizá dos, nos separamos un poquito, me tomó de la mano y me condujo a la cocina. El mate nos esperaba. Me quité la fina campera y nos sentamos juntos aun tomados de la mano, no emitíamos palabra alguna nos mirábamos y reíamos. “Qué hermosa sorpresa, así da gusto despertar!! ¿cómo se te dio por venir? Dale contadme, contadme todo” decía mientras llenaba el primer mate. “Te dije ayer que tenía una sorpresa, y quería que fuera lo más intensa posible, por eso no te conté nada” le dije mientras volví a acariciar su cabello y bajé por su mejilla. “Ni tiempo a ducharme y vestirme me dejaste. Uppss, estoy casi en bolas. Ja ja ja ja” hablaba y reía nerviosa al notar su atuendo. Así comenzó nuestro primer encuentro. Se sentó más cómoda, entreabriendo sus piernas y colocando una de ella debajo de la otra. Uno de sus muslos quedó casi por completo a mi vista, se inclinó para alcanzar la pava y mostró que aquel desabillé escondía un muy pequeño camisón, que contenía su figura dando realce a sus pechos y al canalillo que los separaba.
Demás está decir que mientras hablábamos la estudié completamente, sus rasgos, su figura. En fin, la cheque en forma completa.
Nuestra charla se extendió por espacio de una hora, quizá hora y media. Solo se vio interrumpida por el sonido característico de un mensaje de texto que había llegado a su teléfono. Lo verificó, para luego dejar aquel aparato en la punta de la mesa. “Tenemos toda la tarde para nosotros, era mi hija avisando que se iba a lo de su padre” mencionó casi como al descuido. Se paró y tomando los utensilios, se dirigió a la mesada donde pretendía dejarlos. En ese momento, pude contemplar lo único de ella que me restaba ver. Su cola, redonda, muy bien formadita que solo se hallaba interferida por una diminuta prenda íntima de color oscuro. Trató de colocar un recipiente en la parte superior de la alacena y el camisón arrastró el resto de sus prendas hacia arriba, dejando ver el nacimiento de la curva ascendente de sus nalgas y una pequeña porción de tela negra y encajes que se perdían entre sus piernas. Esa imagen fue demasiado para mí. Me levanté de la silla y me aferré a ella por la cintura, dirigí mis labios a su cuello para besarlo muy suavemente. Echó su cabeza hacia atrás, dejándome un espacio por demás interesante para recorrerlo con mis labios absorbiendo todo el perfume de su piel.
Aprovechando la posición de ambos, seguí con aquello, mientras mis manos desprendía y luego bajaban su desabillé. El primer contacto con su piel produjo en nuestros cuerpos una descarga eléctrica imposible de traducir a palabras. Acaricié cada centímetro de sus brazos y espalda, justo que estaba situando mis manos en su estómago para iniciar el acceso a sus pechos, me detuvo. Con voz entrecortada por la agitación dijo “no, en casa no. No sigas, no quiero que sea aquí”. Por extraño que parezca, me detuve. La giré para quedar a escasísimos centímetros de su boca, sentía su respiración, bajé levemente mi cabeza y la besé, muy tiernamente. Penetré en la intimidad de su boca en busca de su lengua ardiente que se entregó de inmediato a una danza frenética junto a la mía. Nos besamos muy profundamente intercambiando caricias, primero inocentemente y a medida que el beso se prolongaba cada vez más intensas y excitantes. Cuando me aferré a sus nalgas con pasión y la aproximé a mi cuerpo para que notase mi excitación, despegó sus labios de los míos. “Acá no amore, vamos a otro lado. En casa no” volvió a decir. Nos separamos, ya uno de sus pechos estaba fuera del camisón y mostraba un pezón amarronado muy erguido, producto de su estado. “Me ducho y nos vamos, tenemos mucho por hacer. Quiero saber que tanto podemos cumplir todas las promesas que nos hemos estado haciendo por tanto tiempo” dijo al tiempo que se encaminaba hacia su habitación. Estaba muy encendido, quería tenerla ya entre mis brazos, libres de toda vestimenta y disfrutándonos mutuamente. Dudé unos segundos y luego me encaminé hacia donde ella se había dirigido. El ruido del agua me alertó que estaba bañándose. No me atreví a meterme en el baño para sorprenderla desnuda.
Observé sobre su cama, aún revuelta, un conjunto negro con encaje más diminuto que aquel que llevaba puesto cuando me recibió. Quedé hipnotizado por aquellas prendas, mi mente volaba trayendo imágenes de su cuerpo apenas cubierto con ellas, tanto que no noté que había cerrado el grifo y estaba ingresando a la habitación. Entonces la sorpresa fue mutua, sólo llevaba una toalla en su pelo, el resto estaba totalmente al descubierto. Sus pechos notablemente endurecidos por el agua y la excitación, su triángulo de amor prolijamente recortado y enmarcado por cortos vellos ensortijados. Aquella imagen me dejó más perplejo que antes, ni siquiera pude reaccionar al igual que ella; quedamos petrificados, mirándonos. Mis ojos la recorrían por completo y ella mantenía su mirada fija en aquella saliente que empezaba a notarse demasiado en mi entrepierna. “Perdoname” murmuré y giré sobre mis talones dándole la espalda, “No, por favor mírame. Quiero que veas a la mujer con la que tanto añorabas estar”. Salí rápidamente, pues no respondería de mis reacciones y deseaba cumplir con lo que me había pedido. Fueron los diez minutos más largos de mi vida. Ella estaba ahí, a escasos metros, con menos ropa que Eva en otoño. Por fin apareció, ataviada con un vestido ligero, de color azul, una campera fina para protegerse de la llovizna, el cabello suelto y muy poco maquillaje. “Vamos, antes de que cometamos una locura” dijo mientras me tomaba de la mano.
Salimos a la calle, y proferimos una lluvia de maldiciones tan copiosa como la que empezaba a bajar del cielo. La ausencia de un taxi libre se hacía cada vez más notoria, la lluvia los había tornado poco menos que un milagro. Bastante mojados, caminamos rápidamente a la búsqueda de un techo que nos albergara. Pasaron unos minutos hasta que logramos el objetivo de subirnos a un vehículo. Di la dirección de mi hotel, y hacia allí partimos. Durante el trayecto hablamos de sonserías mil, siempre tomados de la mano e intercalando un beso leve entre cada comentario. Las charlas nocturnas, sus insinuaciones, mis comentarios alocados y calientes vía Internet fueron algunos de los temas incluidos en la conversación. El tiempo transcurría sin que nos diésemos cuenta que estábamos a escasas tres cuadras del albergue. Cuando el coche se detuvo y el chofer nos indicó el final del recorrido, caímos en la cuenta de que 30 minutos había transcurrido y nos hallábamos frente a una nueva prueba. Pagué, descendimos y en un rápido movimiento ingresamos al hall del hotel.
Nos quitamos las camperas mojadas y tomados de la mano fuimos rumbo a la conserjería. Solicité la llave de mi habitación, tras preguntar si había mensajes y la llevé rumbo al ascensor.
Apenas ingresamos a él, la giré y enfrentándola a mi le deje un beso más húmedo y caliente que los anteriores. Sin testigos a la vista, deslicé mis manos por su espada hasta aferrarla por los glúteos y aproximarla más a mi cuerpo. El beso y mis caricias fueron tan atrevidos como los tres pisos del viaje lo permitieron. Cuando el ascensor se detuvo, solo quité mis manos pero no mis labios. Las puertas se abrían y nuestras bocas se separaban como si una descarga eléctrica nos partiese. Pude ver que no había testigos en el pasillo que unía la puerta del elevador y mi habitación. Entonces, empujándola por la cola en la que trataba de hundir mi medo mayor le dije: “Es por allá, al final” Se dio vuelta y mirándome bravamente replicó: “Tranquilo, soy una señora ardiente no una puta”. Sólo en ese momento me di cuenta que quizá estaba acelerando más de lo debido mis impulsos y que gracias a ello podría perderme a esa mujer que tanto me excitaba. Traté de dominar un poco mi ansiedad, pero su cercanía me ponía en un punto límite que difícilmente soportaría. Mi pulso nervioso complicó la apertura de la puerta de la habitación. La torpeza de mis movimientos me impedía completar la faena. Cuando al fin pude lograrlo, le cedí el paso y aproveché a contemplarla desde atrás. Qué curvas tan seductoras!! Cerré la puerta y al girar fue ella quien me asaltó. Me tomó por sorpresa su iniciativa, aferrándose a mi cuello para fundir nuestros labios y hundir su lengua húmeda y cálida en mi boca. Era una señal inequívoca, dominaba más sus impulsos pero estaba tan urgida como yo en fundir nuestros cuerpos en uno solo.
Más que una situación amorosa, parecía una batalla. La lucha por quitar nuestras ropas mojadas y liberar nuestros cuerpos de aquella empapada prisión se hizo bastante complicada. Sumémosle la oscuridad, ya que no habíamos encendido luz alguna y el campo de batalla será absolutamente gráfico para el lector. En aquel nudo de brazos, resultó más sencillo para mi bajar su vestido que pasó a formar parte del alfombrado. La costumbre de utilizar remera bajo la camisa hizo que ella demorase más en lograr su objetivo de dejar mi torso al descubierto. En tanto, podía disfrutar del calor de su piel y el perfume que comenzaba a llenar la habitación. La textura suave, solo se interrumpía cuando llegaba a rozar su ropa interior y aquellos detalles de encaje. Semidesnudos, nos besamos y cubrimos totalmente de caricias que nos permitieron conocer cada curva de nuestros cuerpos. Recorrí su cara con mis labios, luego con mi lengua, rozando sus labios, sus párpados al tiempo que trataba torpemente de desprender su brassier. Cuando logré mi objetivo, tras dura porfía con los broches, pude situar mis manos sobre sus pechos y permitir que desprendiese mi cinto, el botón y la cremallera del jean. Torturaba sus pezones erectos y durísimos, mientras sus manos hacían bajar las únicas prendas que me quedaban puestas. Le ayudé con mis pies a quitar aquellos detalles finales.
Ahora el contacto de nuestra piel era casi total. La alcé, coloque sus piernas en derredor de mi cintura y así traté de llegar hasta el lecho, evitando enredarme con las cosas que habían quedado en el camino. Cuando mis piernas chocaron con el borde de la cama, fui bajando lentamente para depositarla sobre el colchón. Ese descenso me permitió besar sus pechos, el canal que los separaba y bajar lentamente en busca de la pequeña tanga que ocultaba los últimos centímetros cubiertos de su cuerpo. Al hallarla, noté lo fino del tejido y posé mis labios en ella, provocando un estremecimiento en su cuerpo. Trataba de hallar su rajita con mi lengua por entre la tela, mientras sentía sus dedos enredarse en mi pelo. La mordisqueaba, tratando de generar aún más excitación. Dibujaba con mi lengua la división de sus labios desde el sector más alejado hasta su botón de placer que se inflamaba más y más a con cada roce recibido. Su olor a sexo me embriagaba, su humedad era cada vez mayor en tato seguía con la tortura realizada. La presión que comenzó a ejercer sobre mi cabeza, tratando de enterrarla en su ser, me indicaba que su primer orgasmo se aproximaba. Coloqué mis manos en el elástico lateral de aquella prenda y comencé a bajarla muy lentamente. Arrodillado en la alfombra y con sus piernas entreabiertas (tanto como la prenda lo permitía) sumergí mi cabeza en su sexo. Perdí mi lengua en su interior y la fui retirando trazando un camino ascendente desde adentro hacia fuera que finalizaba en su clítoris tan inflamado como caliente. Repetí la dosis una y otra vez. Gemía, exigía más y mencionaba mi nombre de modo entrecortado, su respiración agitada era el mejor síntoma del placer que la llenaba.
Desgarré la prenda intima que no lograba terminar de quitar, y abrí sus piernas tanto como me fue posible. Liberada de toda vestimenta, despejó el camino para que mis labios sellaran sus labios mayores con un beso tan profundo como había recibido su boca en el ascensor. Arqueó su cuerpo, momento que aproveche para quitarme el boxer y liberar de su prisión a mi arma totalmente erguida y cargada. En un solo movimiento, la cubrí con mi cuerpo y penetré en sus entrañas. La humedad de su cueva facilitó mi acceso tan hondo como me fue posible. Trabó mis piernas con las suyas, colocándolas alrededor de ellas y trató de llevarme más profundo. Me retuvo en su interior, tratando de amoldarnos totalmente. Mientras tanto mis labios jugaban con su boca e intercambiaban saliva y sus jugos remanentes en mi lengua. Segundos después, una danza frenética con unía. El movimiento de dos cuerpos desacompasados en un principio, pero armonioso más tarde nos envolvió. Lento al iniciar, pero ganando más velocidad luego nos llevó a un final que asemejó la erupción de un volcán. La lava ardiente que brotaba de ambos cuerpos fue demasiada para aquella cavidad que comenzó a derramarse por sobre las sábanas.
Como toda tempestad que ha pasado, dejó lugar a la calma. Giramos hacia un lado y quedamos en reposo, acariciándonos sin decir palabra y disfrutando de aquel placer que nos embargaba. El roce de mis dedos notó que su piel se erizaba. El calor de la batalla dejaba paso al frío del descanso. Nos zambullimos entre las sábanas y nos amoldamos el uno al otro. Me coloqué a sus espaldas y enmarqué su cuerpo con el mío. Mi guerrero estaba iniciando su recuperación y ella lo notó. “Colocala entre mis labios, que el roce y su crecimiento vuelvan a encenderme” murmuró mientras entreabría sus piernas y se ponía en posición para que volviese a invadir su cuerpo desde atrás. “Me encanta que me exciten así. Dale, cuchareame Amore.” Completó la frase. Recordé nuestras charlas mientras, mientras me acomodaba tras ella. Sí, efectivamente me había comentado que esa era su pose favorita en la que coincidíamos.