Relatos Eróticos Primera Vez
Una chica primeriza
Publicado por Anónimo el 30/11/-0001
La tarde era lluviosa. Eugenia al fin había aceptado que era la hora de derrumbar la barrera de su virginidad. Abordamos el metro que nos llevaría al pequeño y discreto hotel que habíamos usado tres meses antes para el mismo fin. En aquella ocasión, cuando todo estaba listo y sólo faltaba el empujón final, Eugenia revivió sus prejuicios y luchó con todas sus fuerzas. Mis intentos por sujetarla y consumar lo que se había vuelto mi obsesión fueron vanos. No lo logré.
Después de que mi excitación y mi enojo disminuyeron, charlamos sobre lo acontecido, desnudos en la cama. La envolví de nuevo en mis argumentos que había utilizado durante 10 meses. Le repetí lo anticuadas que eran las mujeres que se resistían a vivir la sexualidad. Que era lo más natural del mundo y que aferrarse a la virginidad era una estupidez que no cabía en la mentalidad de una universitaria de 19 años. Cuando al fin la convencí de intentarlo de nuevo, yo estaba acostado de espaldas a la cama y ella se trepó sobre de mí para iniciar los juegos previos. Entonces pasó lo impensable, ya no tuve erección. Le reclamé que era la culpable, pues sólo una mujer experimentada era capaz de subirse encima del hombre y no una virgen, como ella me había dicho que era entonces.
Eugenia era una chiquilla de familia provinciana acomodada que había llegado a la capital a estudiar. Ella se me había insinuado en el autobús cuando coincidíamos a la salida de la facultad. Al principio pensé que era mi imaginación, pues se podía notar de lejos su condición de mujercita prejuiciosa y recatada. Cuando noté que la insinuación se volvía provocación, sólo tuve que actuar normal y tomar lo que me ofrecía. En cuanto empecé a charlar con ella noté su descarado interés por mí.
Al cabo de unos días ya éramos novios, sin que hubiera habido necesidad de una petición formal. En el mismo autobús un día rodeé sus hombros con mis brazos y la atraje para besarla. Entonces descubrí que tras de la jovencilla modosa, a la que siempre había visto sin compañía de un hombre en la universidad, se escondía una mujer ardiente y ansiosa.
Nuestros encuentros de besos y caricias se hicieron cada vez más intensos. Buscábamos refugio en la discreción de los jardines apartados de la universidad, donde podía acariciar sus senos a mi antojo. Eugenia era insaciable y podía notar que necesitaba cada vez más y más. Nunca dudé que con solo mis caricias en sus senos por debajo de su ropa tuvo orgasmos, pues podía sentir su aliento quemante y ver sus pupilas dilatadas al máximo.
Entonces decidí que debíamos refugiarnos en los jardines más solitarios aún que rodean el estadio universitario. En esos parajes visitados sólo por parejas como nosotros. Ahí podía desabrochar su sostén, levantar su blusa y extasiarme con los senos no tan grandes, pero coronados por unos inmensos pezones, en medio de unas areolas grandes y hermosas. Mis labios se regodeaban en ese par de tesoros que se erigían orgullosos y retadores ante mis succiones y lengüeteadas. Las manos de Eugenia empezaban a acariciar mis piernas, para al transcurrir de los días ir subiendo poco a poco, hasta vencer su timidez y aferrarse en forma apasionada a mi verga siempre erecta. Varias veces tuve que ir tras de un árbol para limpiar el producto de mis venidas abundantes, provocadas por sus manos noveles y torpes en estas lides.
En esos meses empecé mi labor de zapa y entre promesas de amor y gratitudes por lo inmenso de nuestro amor, le decía que debíamos culminarlo, pues era lo único que nos faltaba para conocer la cima de la felicidad. Sabía que mis palabras hacían mella en ella, pues había notado el cambio en su forma de hablar, de vestir.
Ella, a pesar de proceder de una familia adinerada, pasaba los fines de semana completos en la casa de mi familia, que era todo lo humilde que se puede imaginar en un este país de contrastes. Había dejado de frecuentar a sus amigos de clase acomodada como ella. De hecho, había dejado de frecuentar a todos sus amigos a instancias mías, pues no quería que se diera la oportunidad que se fijara en algún muchacho con características más similares a las de ella que yo. Eugenia era hermosa, yo feo. Eugenia era culta, yo bastante limitado, pues debía emplear mi tiempo libre en trabajar. Eugenia se vestía con ropas caras, yo apenas tenía un par de suéteres para cubrirme de los fríos invernales. Eugenia era brillante, yo llevaba varios años acreditando materias poco a poco. Eugenia había estudiado en escuelas particulares, yo en escuelitas oficiales. Eugenia nadaba en el club deportivo exclusivo de su ciudad, yo no sabía nadar.
Con ese argumento, le dije que necesitaba que me enseñara y aceptó que estudiáramos en la casa donde vivía. Tuvo un gran pleito con su tía, pues ella ya sabía que éramos novios y con constancia le repetía: –es increíble que puedas siquiera mirar a ese zarrapastroso. Eugenia se defendía con los argumentos que yo le había enseñado sobre la igualdad de los seres humanos y la necesidad de derribar las barreras sociales.
Venció el enojo de la tía y fuimos a estudiar a su casa. Cuando nos quedamos solos, pues la tía y la prima de Eugenia dormían en el piso superior, eché a un lado los libros e inicié la lid que tanto nos encantaba. Recordé que apenas unos días antes habíamos sido detenidos en un jardín público por “actos inmorales”. Ella estaba tendida al lado mío y discretamente acariciaba mi erecta verga sobre mis pantalones. Unos policías nos habían advertido antes que nos marcháramos pero los ignoramos. Con seguridad, habían estado espiándonos, pues aparecieron en el momento justo que Eugenia sobaba mi miembro con ahínco.
Sabía yo que su excitación se hacía cada vez más incontrolable y que sólo necesitaba el lugar propicio para culminar con lo que se había vuelto mi obsesión. Esa noche en la casa de su tía, logré por primera vez meter mi mano bajo su falda y tocar su vulva húmeda sobre sus pantaletas. El sabor del peligro le dio mejores sensaciones al momento. Mi mano estuvo acariciándola hasta que sentí con claridad su orgasmo, mientras sus manos habían bajado el zípper de mi pantalón y jugueteaba con mis 18 centímetros de verga. Por más que intenté conducirla al sofá para consumar la entrega, pudo más en ella el temor a ser descubiertos y tuve que conformarme con mi orgasmo en sus manos.
Salimos de la estación del metro y nos dirigimos al hotel. Ya antes le había pedido “prestado” algo de dinero para pagarlo, por lo que me dije –qué suerte la mía, ni para tirarme a una virgen tengo que pagar el hotel. Cuando entramos al cuarto, Eugenia parecía de nuevo la mujer experimentada y no la niña modosa y prejuiciosa que me decía que era. Sin mediar palabra, inició un baile erótico y empezó a despojarse de sus ropas de la manera más sensual que ni siquiera pensé que pudiera darse en esa chiquilla llena de dogmas y frenos de decencia.
Primero desabotonó su blusa con mucha pausa entre cada botón. Cuando la blusa se abrió y pude ver sus senos sólo cubiertos por la delgada tela de su sostén, mi erección era ya dolorosa, pero Eugenia no reparó en ella y siguió su baile. Sus jeans se deslizaron por sus caderas y pude ver que lo que estaba entregándoseme era el cuerpo juvenil de una diosa. Sus tetas tenían la firmeza de 19 años, su vientre era plano como la palma de mi mano y sus muslos se juntaban en el centro de mis atenciones, como dos pares de torres hermosas que sostienen el tesoro que tanto había buscado yo para destruir. Cuando Eugenia dirigió sus manos hasta el broche que mantenía unidas las copas de su brassiere sentí que mi orgasmo estaba a punto de estallar. No sé cómo me contuve, pero volví a mi contemplación. Sus tetas quedaron libres y no pude notar el efecto de la gravedad. Permanecían retadoras, con su par de botones apuntando retadores hacia mí. Sus areolas habían crecido aún más debido a la excitación que la invadía.
Entonces tomó sus pantaletas y las deslizó con la mayor lentitud posible por sus muslos. Poco a poco fue apareciendo la abundante mata de vello que cubría su pubis. Sólo en alguna película había visto tal cantidad de pelos en una mujer. La exhuberancia era de ensueño. Quiso seguir su baile, pero yo ya no pude contenerme. Me dirigí hacia ella y la recosté en la cama.
Empecé a acariciarla toda. Mis manos se dirigían de uno a otro de sus senos. Mis dedos pellizcaban, acariciaban, jalaban, estrujaban y recorrían sus pezones enormes en todas las formas. Mis labios entonces desplazaron a mis dedos y me volví a extasiar con el sabor y la contextura de esa piel tan suave. Mientras, mi mano se dirigió al objeto de mis pasiones y acariciaba los labios empapados de su papaya virginal. Mi dedo se introdujo, pero noté que le causaba cierto dolor, por lo que decidí seguir jugando con sus labios. Pronto sentí su clítoris inflamado a más no poder y jugué con él. Fue cuando decidí no demorar más el momento que había soñado por diez meses. Desde que empecé a vivir el sueño de tener como novia a una mujer que jamás me había imaginado. Inteligente, retraída, hermosa y ¡Virgen!...
Entonces empezó su drama y mi gran recuerdo.
Cuando coloqué mi miembro en la entrada de su vulva, renació de inmediato el mismo temor que me había impedido terminar mi labor apenas tres meses antes. Pero esta vez no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad.
-¡No! ¡No...! ¡Espera...! ¡No lo hagas...! ¡No quiero...!- empezó a decir en voz baja
-Tranquila, tranquila- sólo alcancé a decir
-¡No...! ¡No quiero...!- subió el tono de su voz
-Relájate- quise infundirle serenidad
-¡No...! ¡Déjame...! ¡No quiero...!- exclamó mientras luchaba por cerrar sus piernas entre las que estaba yo
Entonces desapareció mi consecuencia y le tomé ambas manos con las mías por sobre su cabeza y con mis rodillas forcé a que separara las piernas. Sus reclamos eran cada vez más insistentes, pero no gritaba ni trataba de golpearme, lo que me dio ánimos.
-Dice que no, pero no intenta golpearme con sus rodillas ni morderme ni grita. Esta ya quiere verga- me dije a mis adentros, mientras continuaba mi lucha por mantener sus piernas separadas y su papaya en la posición adecuada para entrar.
En eso Eugenia logró rodar sobre la cama y cayó al frío piso. Yo encima de ella. La dureza del piso impidió que pudiera retirar su culo cada vez que sentía que la cabeza de mi verga se acomodaba entre sus labios. Ahora sus movimientos eran hacia los lados, pero más limitados. Entonces liberé una de mis manos, y sostuve las de ellas sólo con una. Me sorprendió que no se liberara, por lo que me volví a decir que la lucha era fingida, que lo único que deseaba esa vagina ardiente y mojada era sentir cada centímetro de mi instrumento deslizarse hasta las entrañas jamás tocadas por un cuerpo extraño.
Con la mano libre tomé mi garrote hinchado a más no poder y lo coloqué a la entrada móvil que tenía bajo de mí.
¡Déjame...! ¡No quiero...!- decía con cada vez menos convicción.
Entonces empecé a empujar, pero sus movimientos laterales hacían que errara una y otra vez. Me empezaba a desesperar y abrí más mis piernas en forma violenta, para que limitaran sus movimientos. Mi mano que empuñaba mi verga a punto de reventar seguía sus evasiones y entonces sentí que lograba instalar el glande en medio de sus labios.
¡No por favor...! ¡No lo hagas...! ¡Por favor no...!- gemía Eugenia con cada vez menos ahínco. Su voz sonaba casi como una súplica de no ser escuchada.
Y entonces empujé...
Sentí que el camino delante de mi enhiesta verga se cerraba de pronto. Como si hubiera llegado al final de él, pero apenas estaba en el principio y lo sabía muy bien.
Entonces empujé con todas mis fuerzas...
¡Ya estuvo! Exclamé con voz triunfante desde el fondo de mi alma, cuando sentí como la barrera caía en mil pedazos y mi verga se deslizaba sin freno en esa cueva que tanto había soñado.
Me sentí el hombre más poderoso sobre la faz de la tierra. Volteé a ver a Eugenia y la vi exclamar un chillido como marrano en el matadero. Sus dedos se crisparon sobre mi mano que sujetaba las suyas y su culo dejó de moverse. Las lágrimas brotaron como champaña para festejar el triunfo del campeón. Que era yo.
Entonces la solté. Mis manos se dirigieron a sus pechos y apreté entre mis dedos sus pezones sin ningún miramiento. Eugenia estaba tan concentrada en el dolor de su recién abierta herida, que no podía sentir más dolor en otro lado. Lo bien dotada de mi cabeza había abierto su hendidura como no lo había sido antes. Y aún no venía lo mejor...
Empujé con todas mis fuerzas y sentí cómo las paredes de su vagina se dilataban y rodeaban todo el tronco de mi verga, que estaba más larga y ancha que nunca. La gran cabeza siguió su exploración por los terrenos nunca visitados, hasta que llegó al fondo. Dirigí mi vista hacia el sitio de la batalla y pude ver que la sangre empezaba a manar por la comisura de sus labios. Esa vista me llenó más de energía y entonces empecé el movimiento de retroceso. En cuanto me retiré unos cuantos centímetros, mi verga hizo la función de émbolo y la sangre brotó sin obstáculos. La vi rodear el tallo de mi aparato y escurrir por sus muslos, hasta perderse en la entrada de su culo.
Entonces me vinieron a mi mente los recuerdos de las varias humillaciones que Eugenia me había hecho pasar por mi forma de hablar o por mis celos enfermizos.
-Dime ahora que soy muy poca cosa para ti- pensé con rabia, mientras inicié un movimiento salvaje de mete y saca.
-¿Qué me decías que pensabas de las tontas que se dejan seducir y engañar y que tú nunca serías una de ellas?- me repetía mientras atacaba su desflorada gruta.
Recordé que apenas unos meses antes me había ofrecido que pasaríamos un fin de semana en un hotel de una ciudad cercana a donde habíamos ido en viaje de prácticas. Esa vez de nuevo pudieron más sus prejuicios de decencia y me dejó con la excitación a flor de piel. Tuvimos que regresar ante su nueva negativa.
El llanto de Eugenia era interminable, sus labios sangraron por la presión de sus dientes. Sus manos permanecían inmóviles a los lados de su cuerpo, al igual que sus piernas.
Está consumado- me dije, mientras sentía que mi eyaculación subía desde mis huevos, por el tronco de mi verga, llegaba al glande y brotaba en envíos sucesivos. Uno tras otro. Uno tras otro.
Me retiré y me dirigí a la cama. Eugenia permaneció inmóvil un rato. Entonces se levantó. Gimió en medio de su llanto. Entró al baño y cerró la puerta.
No me importó. Dirigí mi mirada hacia mi verga aún semi enhiesta. El trofeo la enmarcaba. La sangre de Eugenia, la chica puritana que quiso jugar con fuego, empezaba a secarse a su alrededor.